Henry Ford nació el 30 de Julio de 1863 en Dearborn, un pequeño pueblo estadounidense de Michigan. Su padre fue un labrador y no consideró la necesidad de que Henry continuara sus estudios. Por ello, luego de finalizar la escuela primaria, comenzó a colaborar haciendo trabajos manuales en la granja familiar. “Muy pronto- cuenta él- tuve la impresión de que se realizaba demasiado trabajo para obtener pocos resultados, y concebí la idea de que había una gran parte de las labores que podían ejecutarse mediante mejores procedimientos”. Henry ya despertaba en ese niño pensamientos que vislumbraban el día en el que las máquinas reemplazarían en gran parte al trabajo manual.De su infancia, recuerda: “No tuve más juguetes que mis herramientas, y fue con ellas con lo que jugué toda mi vida. De joven, el menor desecho de alguna máquina era para mí un verdadero tesoro.”
A los doce años, Henry Ford vivió un acontecimiento que habría de transformar su existencia: “El acontecimiento más memorable de esos años de mi juventud fue ver una locomotora de carreras, a ocho millas de Detroit, un día en que había ido con mi padre a esa ciudad. Me acuerdo de la locomotora como si la hubiera visto ayer, ya que era el primer vehículo de tracción no animal que veía. Antes de que mi padre se diera cuenta de mi intención, salté del carro y entablé una conversación con el mecánico. Esa noche no pude cerrar un ojo, tan impresionado estaba por aquel monstruo. Fue ver ese aparato lo que me orientó hacia el transporte del automotor, y desde el instante en que, a los doce años, conocí esa máquina, mi gran constante ambición fue construir una máquina que anduviese por las rutas.” A partir de este momento la idea de crear una “máquina rodante” lo perseguiría como una magnífica obsesión.
A los 17 años, Henry decide entrar como mecánico en la fábrica de Dry Dock, pero, en esa época era necesario contar con tres años de tareas integrales como aprendiz para poder desempeñarse como mecánico. En menos de un año, Ford había completado su formación y la mecánica parecía no tener ya más secretos para él: “Las máquinas- escribe- son para el mecánico como los libros para los escritores. Encuentra en ellas sus ideas y, si está dotado de cierta inteligencia, lleva estas ideas a la práctica.”
Al completar su primer aprendizaje, el sueño de Henry no hizo más que reafirmarse. Ford no dejó de pensar en esa locomotora y le perseguía la idea de crear una máquina propulsada por fuerza motriz. El joven devoraba todas las revistas científicas y esto compensaba con creces el hecho de no haber ido a la escuela. Por ese entonces, los expertos y especialistas coincidían en un punto: el motor de nafta jamás podría reemplazar al vapor. Un hombre, en un pueblito de Michigan, pensaba lo contrario.
El joven Ford regresó a la granja familiar, renunciando al empleo donde se desempeñaba como mecánico especializado. Allí dedicó un tiempo a estudiar y explorar: “Como ya no estaba ocupado, trabajaba en mis motores de explosión, estudiando su índole y funcionamiento. Leía todos los trabajos relativos a ese tema, pero fue de la práctica de donde extraje mis mejores conclusiones.”
Al poco tiempo le ofrecieron un puesto de ingeniero mecánico en la sociedad de electricidad Edison de Detroit y aceptó. Dejó por segunda vez la granja paterna, no volvería más. En la casa que alquiló en Detroit su taller ocupaba la mayor parte del espacio. Todas las noches, al volver de la fábrica se quedaba hasta muy tarde a las pruebas con su motor de nafta. “Un trabajo que a uno le interesa jamás es duro y no dudo nunca de su éxito.”, fueron palabras que se le fijaron como máxima. Su esfuerzo y perseverancia no fueron en vano. En 1892, a los 29 años, dio los toques finales a su máquina rodante. El genio es una larga paciencia, también el éxito requiere de paciencia. Henry Ford puso en marcha su primer “cacharro” a máquina. En 1895 y 1896 Ford recorrió más de mil millas con su máquina, sin dejar de someterla a toda clase de pruebas y ensayos con vistas a mejorarla. Por último, vendió el vehículo por doscientos dólares.
Pero lejos de ese primer triunfo, Ford quería ir más lejos. “Mi intención no era en absoluto establecerme como constructor sobre una base tan mediocre. Yo soñaba con una gran producción; pero para eso me hacía falta una máquina superior a esa, la primera. Si uno se apura, no consigue nada bueno.”
Le propusieron un puesto directivo en el seno de la empresa con la condición de que renunciara a sus investigaciones sobre el motor de nafta y se consagrara a las aplicaciones prácticas de la energía eléctrica que, según se preveía, iba a convertirse en la única fuente de energía en el futuro. Henry no aceptó y dice en su biografía al respecto: “presenté mi renuncia dispuesto a no volver a aceptar un trabajo como subalterno.” El 15 de Agosto de 1899 Henry Ford dejó la sociedad de electricidad Edison.
Si bien en los años siguientes fundó la sociedad de Automóviles en Detroit, bajo esa firma construyó modelos similares a la primera “máquina rodante”. Las ventas no pasaban de los siete u ocho vehículos por año, vehículos que sus asociados producían por encargo extrayendo los máximos beneficios. Dado que la idea de Henry era producir un vehículo mejorado destinado a un público masivo, renunció a la Sociedad de Automóviles y se encontró, nuevamente, solo con su sueño. En este momento, Ford comprendió que no compartía visión con sus socios y, si no se compartía la visión, era mejor que no se compartiera nada.
Henry reconocía que le hacía falta una publicidad que le permitiera dar a conocer sus vehículos al gran público. En esa época, a la gente le interesaba saber qué “máquina rodante” era la más rápida, y muchos constructores organizaban competencias que aseguraban al ganador una notoria publicidad. Ford vio allí un excelente medio de hacerle conocer al mundo la potencia de sus máquinas. Así, en 1903, preparó dos vehículos destinados especialmente a una carrera de velocidad; los bautizó “999” y “Flecha”. La carrera se realizó y Ford salió vencedor, con una media milla de ventaja sobre su rival más próximo. El público se enteró enseguida de que el sr. Ford construía los vehículos más rápidos. Alentado por el éxito, Ford fundó la Sociedad de Automóviles Ford, de la cual era vicepresidente, diseñador, jefe de mecánicos, jefe de taller y director general. Alquiló locales mucho más grandes que su taller y, con la ayuda de algunos obreros, se puso a trabajar.
Desde el principio, Ford sacó ventaja a sus competidores. A estos últimos les preocupaba un poco el peso del vehículo. Por otra parte, consideraban que, cuanto más pesado fuera, más caro podrían venderlo. Ford no compartía esta filosofía. El auto que lanzó en 1903, el modelo A, resultaba el más liviano de todos los fabricados hasta el momento, con lo que ganaba considerablemente en velocidad. En un solo año vendió 1708 vehículos.
Sus negocios se expandieron ampliamente, sus vehículos no tardaron en adquirir la fama de ser los más sólidos y confiables. Al cabo de cinco años, la Sociedad Ford empleaba a 1908 personas, era propietaria de su fábrica y producía 6181 vehículos por año, que se vendían tanto en Estados Unidos como en Europa.
Sin embargo Ford, nunca descansó, más bien siempre tuvo en su mente mejorar y ofrecer un mejor producto. “Si hubiera seguido los consejos de mis asociados- comentó años después- me habría conformado con mantener los negocios en el nivel de ese momento y aplicar el dinero a la construcción de un lindo inmueble administrativo, producir de vez en cuando algunos modelos para estimular el gusto del público. Pero yo veía más lejos, y sobre todo, deseaba algo más grande que eso.”
Ford aún deseaba aligerar el peso de los vehículos pero los materiales de la época parecían no permitirle ir mucho más allá en ese sentido. Un hecho fortuito le indicó el próximo paso. Mientras asistía a una carrera, un auto francés patinó y quedó destruido. Después de la carrera, Ford se dirigió a la pista y recogió uno de los restos del auto. Recogió un vástago que le pareció liviano y resistente a la vez y pensó: “Esto es lo que me hace falta.”
Preguntó de qué aleación estaba hecho, pero nadie supo indicarle. Luego de hacerle un análisis, encontró que esa pieza estaba construida con un metal de origen francés a la cual se le había agregado Vanadio. Gracias a la colaboración de una pequeña fábrica en Ohio , logró encontrar el modo de obtener el metal y usarlo para sus vehículos.
Fue en esta época en la que Ford llevó más lejos su voluntad aspirando a construir un vehículo “democrático”. Comprendió la concepción de un modelo que iba a convertirse en una leyenda en la historia del automóvil: el famoso modelo “T”. Gracias a él, Ford iba a cambiar la vida de millones de personas al hacer del automóvil un bien de consumo corriente. Esto trajo controversias dado que, los socios de Ford no encontraban ventajas en producir un modelo único y a un costo bajo respecto a los anteriores modelos. Además, para esa altura, había muy pocos caminos trazados y transitables, y la nafta era escasa. Pero Ford no desistió.
“Me niego a reconocer la existencia de imposibilidades. No conozco a nadie que sepa tanto sobre algún tema para poder decir que esto o aquello no es posible (…). Si un hombre, tomándose por autoridad en la materia, declara que equis cosa es imposible, aparece enseguida una horda de seguidores irreflexivos que repiten a coro: es imposible”. Para Henry Ford, la palabra “imposible” no existía.
Además de lanzar al mercado su nuevo modelo democrático, Ford revolucionó el mundo de la industria, haciéndolo pasar del artesanato a la verdadera era industrial. Gracias a la introducción de las cadenas de montaje, obtuvo para la época un nivel de producción hasta entonces inigualado. La fábrica pronto le quedó chica. Construyó un inmenso complejo industrial que empleó a más de 4.000 personas y que producía 35.000 vehículos modelos “T” por año.
Henry Ford falleció en Michigan en 1947 dejando como legado una compañía en constante crecimiento y habiendo sido parte del cambio de paradigma en el sistema de transporte.
“Todo es posible. La fe es la sustancia de aquello que esperamos, la garantía de que podremos realizarlo.”
Con esta frase, Henry Ford concluye su autobiografía. El hecho de que se haya referido a la fe no es fortuito. Toda su vida y toda su obra son la prueba de que, para un hombre animado de fe inquebrantable, todo es posible.